El cuévano más allá del puente
Érase una vez, hace muchos años, después de la Guerra Civil que asoló España entre 1936 y 1939, un tranquilo pueblo de labriegos y esforzados propietarios de tenadas de ovejas, algunos caballos y burros, y alguna que otra ternera, cerca de la carretera de Burgos a Santander que, por miedo a que les robasen sus hijos, siempre les decían que cuando salieran a jugar, al acabar la escuela, no fueran más allá del puente sobre el río que separaba el pueblo de la carretera nacional. Eran descendientes de las mesnadas navarras que tras las luchas medievales para defender la cristiandad permanecieron en aquellas tierras sembrando trigo, patatas y manzanas reineta, conservando su cultura y tradiciones. Les decían a los niños que por la carretera pasaban coches con cuévanos y que se los podían llevar. Mientras, los domingos, la Guardia Civil, a la que durante la semana no se veía vigilando la carretera, salía al campo a buscar a los agricultores para obligarles a ir a misa para cumplir con el precepto dominical, con independencia de cómo estuvieran las labores y el tiempo. Era la nueva dictadura del vencedor en la guerra. Así transcurría la calificada como de plácida vida postguerra de la España nacional, hasta que la pluma de Miguel Delibes subió de Valladolid a las tierras de la comarca de la Lora, el campo como él decía, donde conoció el mundo rural auténtico que retrató en su ‘disputado voto del señor Cayo’ y cada vez que escribía historias sobre el mundo rural, como cuando llegaba al pueblo una burra con un corderito recién nacido. Hay que ver ahora, en la política actual, a las madres y hermanos que piden que se investigue la desaparición de bebés en hospitales públicos en la España enmudecida por la fuerza del vencedor en la guerra, y uno se pregunta hasta dónde operan los cestos y canastos, llenos o vacíos de objetos impropios, no precisamente de bebés traficados en hospitales o de niños del campo secuestrados como ocurre en países asiáticos, claro que en 3D.
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